6 de febrero de 2012
Ni siquiera sé tu nombre y, sin embargo, la primera luz que se enciende en mí es la tuya. Aún sin haber abierto los ojos, mucho antes de que el sol fecunde el cielo, eres tú la que amanece en mi oscuridad dormida. No te pienso, porque todavía no existes; no te necesito, porque sigo con vida. Te siento y te deseo. Y a veces te sueño y, con una sonrisa ladina, te susurro: “¿Y si existieras?”. ¿Y si estás al otro lado susurrándome lo mismo? ¿Y si nos estamos soñando ahora?
Los y si… son puñales que se nos clavan al poner los pies en el suelo; qué alto nos hacen volar y qué profundo el corte que dejan sus puntos suspensivos… Isis es tu nombre. Te llamas así porque quiero que vueles. «Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias. Pero eso sí –y en esto soy irreductible–, no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar»¹.
Porque el amor no puede hacerse de otra manera que no sea volando, y hay tan pocas mujeres que sepan volar…
¹ Girondo, Oliverio: Espantapájaros (1932)
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