La eternidad es una virtud reservada para los genios. Por eso Chaplin es eterno. Con El gran dictador escupió al nazismo en la cara. Aunque se estrenó en 1940, en España fue prohibida durante 36 años, hasta que la muerte de Franco abrió la veda. Hace más de 70 años que Chaplin escribió el discurso final de esta película y, sin embargo, al oírlo de nuevo, parece que lo hizo ayer después de desayunarse los periódicos.
Chaplin fue candidato al premio Nobel de la Paz pero no llegó a recibirlo. Por aquel entonces estos premios tenían pies y cabeza y no se los daban a cualquier Obama por sólo vender el humo de la esperanza. Probablemente Chaplin tampoco se lo merecía. Él simplemente era un artista, en su justa acepción (como la que nos recuerda en estos días The artist), uno de esos pocos que, sin necesidad de dar órdenes, puede llegar a tener más poder e influencia que cualquier político: «Lo lamento, pero yo no quiero ser un emperador, ése no es mi negocio, no quiero gobernar o conquistar a alguien».
La vida de Chaplin da para más guiones que sus propias películas, por eso me gusta recordarlo cada poco. Porque cada poco nos inyectan miedo, los corazones se nos vuelven un artificio y se nos olvida que somos humanos.
En medio de tanto artículo que escriben porque: «tengo qué cumplir con el periódico». Este se acerca a mis anhelos de búsqueda.