Ausencias presentes

Kuki, mi perro

Kuki, en la azotea de mi casa. Uno de sus lugares favoritos.

Kuki era un loco y cuatro patas. Podía tirarse horas y horas mascando aire, literalmente: inclinaba su hocico renegrido hacia el cielo y lamía una y otra vez la deliciosa brisa que paseaba por el jardín. El resto de su dieta estaba compuesto, en buena medida, por la comida que los demás dejábamos en su plato una vez que nuestras barrigas reposaban satisfechas.

Kuki tampoco masticaba, eso era de cobardes y estirados, y una auténtica pérdida de tiempo cuando directamente podías tragarlo todo. Mi madre siempre me dice: “Este niño no traga, engulle”. Pues Kuki me dejaba en pañales y yo estaba muy orgulloso de ello. Recuerdo aquella vez que lo vi caminando hacia mí con un extraño cordón colgando de la boca… Engulló el chorizo, sí, pero dejó la cuerdecita fuera para poder devolverlo por si no quedaba satisfecho una vez digerido. Esto volvió a repetirlo otro día aunque lo que colgaba entonces fueron los flecos de la fregona, con la que se ve que tuvo una fuerte discusión. Jamás quiso hablarnos del tema.

Aunque Kuki pueda considerarse un nombre propio –todo un clásico en las estirpes caninas, junto a otros como Yaki o Rambo–, el suyo era prestado o, más concretamente, heredado. Anteriormente tuvimos en casa un perro adorable (puede que sea la primera vez que utilice este adjetivo sin ironía) que se llamaba Kuki; nos lo regalaron con el nombre incluido y lo aceptamos a regañadientes. Él fue Kuki I, un perro ejemplar, noble, muy obediente, al que se lo llevó por delante una oleada de envenenamientos ejecutada en mi barrio por algún sucio perro humano. Murió en el acto. Su muerte nos dejó tan destrozados que mi hermana intentó remediarlo con otro clavo… y Kuki II entró en nuestra vida. Lo trajo a casa con apenas unas semanas de vida, aún sin bautizar, así que teníamos por delante toda la libertad del mundo para ponerle el nombre que quisiéramos… y nos cogió el toro. Mi padre empezó a llamarlo Kuki provisionalmente, mientras nos decidíamos otro, pero los días pasaban y se hizo irremediablemente oficial. Fue bautizado como Kuki II, y todos sabemos el carácter que tienen los de la realeza…

No acataba órdenes ni aceptaba demarcaciones territoriales. Buscaba constantemente la forma de colarse en los lugares prohibidos (dentro de casa o la calle) y despreciaba los cientos de metros cuadrados de jardín por los que se extendía su reino. Cuando se escapaba a la calle no podías hacer otra cosa que esperar a que volviera por su propia pata porque cuanto más lo llamaras o más lo persiguieras, más lejos se iba él y más se reía de ti. Ese recochineo me ponía enfermo y me vengaba cerrándole la cancela: “Quieres calle, pues toma calle”. Al rato volvía, con la ronda de reconocimiento finalizada y su orina escrupulosamente repartida entre las esquinas, y empujaba la cancela en balde, queriendo abrirla. Entonces empezaba a ladrar, pero no de una forma cualquiera, había ideado un ladrido específico para aquellos casos, uno muy corto, pero estridente y sorprendentemente eficiente; en apenas unos minutos tenía a varios vecinos dispuestos a abrirle la puerta.

Kuki era un perro flauta, un antisistema, un cascarrabias que se dejaba querer en pocas ocasiones. Las greñas, bien largas; y las mordidas, aseguradas si intentabas pelarlo o bañarlo. Sus tareas de mejor amigo del hombre las limitaba a las bienvenidas pero, eso sí, eran espectaculares: llegabas a casa y te formaba un espectáculo de revoloteos, saltos y latigazos de rabo con tal intensidad que desde lejos tenías que ir diciéndole: “Ya, Kuki, ya. Ya, ya, ¡yaaaaaaaaaaa!”. Y si dos minutos más tarde volvías a salir de casa, por ejemplo, para tirar la basura y regresar enseguida, te organizaba la misma fiesta, como si le hubieran reseteado la memoria.

Ayer por la mañana, cuando salía de casa para ir al trabajo, Kuki no me esperaba en la puerta. No estaba ahí con los pelos del hocico aplastados de haber estado durmiendo enroscado. Era imposible no sonreír al verlo así, por muy temprano que fuera, por mucho frío que hiciera. Cuando arranqué la moto tampoco apareció para ladrarle tal y como los indios aúllan al pájaro de acero. Unos minutos antes, mientras desayunaba, escuché ese ladrido del que he hablado antes, ese que quería decir “¡Eh, estoy aquí, ábreme la cancela que quiero entrar ya!”. Fueron tres únicos ladridos, dos muy seguidos y un tercero aislado… En ese momento pensé que estaría fuera, en la calle, aunque los ladridos no venían de allí, sino del lado contrario del jardín. Demasiado temprano, pocas horas de sueño, pensé sin pensar. “Ahora cuando salga le abro”, pero al salir la cancela ya estaba abierta, por lo que deduje que alguien la habría abierto y que Kuki estaría ya dentro, pero entonces ¿por qué no estaba ahí para despedirme antes de salir? Lo mismo había vuelto a salir… “O yo qué sé. Qué frío hace y qué sueño”. La probabilidad de lo cotidiano siempre rompe nuestras cavilaciones, no deja aventurarnos más allá, fulmina todos los “y si…”.

Al llegar a casa ya era de noche y Kuki seguía desaparecido. No hubo fiesta de bienvenida. El jardín estaba a oscuras y había enmudecido, era imposible encontrar cualquier rastro del rastreador. Esta misma mañana, cuando el día amanecía gris, el agua de la piscina estaba más helada y turbia que nunca… No sé cómo llegó a parar ahí, pero Kuki no se merecía que sus últimas horas de vida terminarán así. Su tiempo se congeló. Aquellos tres ladridos fueron los últimos y yo los oí, pero no supe escucharlos. Qué rabia da saber que con un pequeño gesto pudiste haberlo cambiado; cuando las señales están ahí, las reconoces y, aún así, pasas de largo.

No voy a desdecirme. Kuki era un cascarrabias, a veces un desagradecido, no siempre se dejaba querer pero, igual que uno nunca elige de quién se enamora, jamás elegí echarlo tanto de menos… Apenas levantaba dos palmos del suelo y, sin embargo, su ausencia está presente en todos los rincones que ha dejado vacíos y que ahora tan sólo recorre la brisa de la que él solía alimentarse.

Acerca de Pedro Rodríguez

Periodista www.somoshumanos.com
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5 respuestas a Ausencias presentes

  1. Leandra dijo:

    Qué bonito, Terror. Has expresado cada sentimiento con la palabra justa, como haces siempre. Mucho ánimo y no te sientas culpable por esto, los accidentes ocurren.
    Un beso enoooooorme!
    PD: Me alegra ver (aunque ya lo sabía) que eres de los que les gustan los perros ;);)

  2. Mariló Ponce dijo:

    Precioso Pedro. Lo siento mucho. Se lo que se siente cuando muere un perro, se quieren casi igual que a una persona. Ánimo y a por Kuki III.
    Besos

  3. KATREyuk dijo:

    Lo lamento Pedro
    Un saludo

  4. Ritha Onuba dijo:

    Un relato muy bonito, lamento q KuKi II ya no este, los q hemos perdido a un perro sabemos lo q se siente tras su pérdida.

  5. Peroca dijo:

    Muchas gracias a todos. Kuki estuvo por aquí de paso, como todos, y se ha quedado después de haberse marchado. Ojalá pudiésemos decir lo mismo de todo el mundo.

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